11 de agosto de 2007

Vitto

De todos los barrios de Buenos Aires, era en Belgrano donde cada tarde recorría mi manzana preferida. ¿Por qué? Por empezar, los árboles tenían mucho pasto, pasto verde, limpio, sin suciedades, aunque en ninguna cuadra de esa manzana había muchas suciedades, porque casi no iban perros por ahí. Además al lado del bar de la esquina vivía la blanquita crespa que tanto me gustaba. Pero lo mejor de todo era el dueño de ese bar: Tony. Tony era mi mejor amigo, el único que se preocupaba porque yo tuviera la panza llena todos los días, el único que me pasaba las manos por el lomo para hacerme un mimo, esas manos… esas manos grandes, peludas, ásperas de tanto tocar plata sucia, llenas de anillos exuberantes. Fue el único que me puso un nombre, que me trató como algo importante, a pesar de que para el resto de las personas era “ese perro callejero”. “Vitto”, así me llamaba. Decía que venía de “Vittorio” el nombre de su abuelo y que yo le recordaba mucho a su abuelo, porque era su única compañía, y no le hacía preguntas que no quería contestar, yo simplemente “estaba”.
Tony siempre estaba ocupado. Atendía el bar, hablaba con las viejas, contaba la plata, cocinaba, hablaba con los matones. Los matones eran sus amigos, aunque una vez me contó que no eran “amigos” de verdad como lo éramos nosotros, en realidad eran “socios”. Estaba Charly, que era flaco y largo y siempre tenía la cara golpeada, Alessandro, que quedó mudo luego de un episodio con la mafia japonesa, Tito, que era el más joven e intrépido de la banda y Ángelo que tenía una mano con sólo tres dedos. Ellos iban muy seguido al bar. Cuando llegaban pasaban al cuartito del fondo y Tony me decía: “Esperáme afuera Vitto”. Yo entendía rápidamente el mensaje y esperaba mientras escuchaba las peleas de los Hernández, un matrimonio que siempre iba a comer y que nunca dejaba de gritar.
Un martes de otoño fui al bar por un plato de esos riquísimos tallarines que Tony hacía todos los martes. Cuando entré, por la puerta del costado (como siempre), Ángelo se cruzó conmigo pero ni siquiera lo notó, estaba muy alterado. Seguí caminando, fui a la cocina, Tony no estaba ahí, caminé detrás de la caja, y Tony tampoco estaba ahí, no estaba sentado en su banqueta como de costumbre. Entonces levanté la vista y noté que la puerta del cuartito estaba un poco abierta y desde el negocio se podía ver a Tony sentado ahí. Entré, Tony estaba dormido. Empecé a ladrar, pero no despertó. Me acerqué, le lamí la cara y me di cuenta de que tenía un líquido algo espeso que bajaba de su cabeza, pensé que era sopa pero después advertí, por el sabor, que no lo era. Apoyé mis patas delanteras en su estómago y di un salto, pero nada. Entonces puse mi cara cerca de su pecho y fue ahí cuando me di cuenta que su corazón había dejado de latir.

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