5 de octubre de 2007

La venganza

No era un buen día para Mabel. Estaba cansada, aburrida, agobiada, hastiada, pero estaba. Estaba con los pies sobre la vereda de la calle Guise, esperando. Eran las tres menos diez, pero a ella le gustaba llegar siempre un rato antes, por las dudas de que el cliente fuera por demás de puntual, llegara antes, y se fuera por no verla ahí. Era la primera muestra que hacía, porque había estado toda la mañana en la inmobiliaria. No era la primera vez que mostraba este departamento, lo había mostrado muchas veces, pero era una propiedad difícil de vender. Sentía que los ambientes estaban mal aprovechados: había tres cocinas, sí, tres ¿quién usa tres cocinas en un departamento de cinco ambientes? También había dos baños, una habitación, una sala de estar, otra habitación que tenía sólo un diván y unos cuantos libros sobre los almohadones tirados en el piso, un salón enorme con piso de madera que tenía una de esas barras que usan las bailarinas de clásico, con un espejo que ocupaba toda la pared. Estaba muy bien decorado, era moderno y no parecía usado. Sin embargo tenía un ambiente cargado de depresión, tétrico, aflictivo. Mabel estaba segura de que eso, que aunque no era algo tangible se sentía muy fuerte, era el motivo por el que no podían venderlo.No sabía nada sobre el dueño del lugar, y eso era raro, porque a ella le encantaba hacer predicciones sobre cómo eran los dueños. Pero este le costaba mucho, no podía descubrir su perfil. Imaginó que era una mujer, a la que le gustaba mucho el baile y también cocinar, que seguramente era psicóloga.Supuso todo esto, a pesar de no conocer a esta persona, porque el dueño apareció un día en la inmobiliaria, dejó las llaves, y dijo “vendanlo”. Pero eso fue algo que Mabel escuchó, porque no estaba presente y no conoció a este sujeto extraño.Ahora tenía que atender a una mujer adinerada que, acompañada por su hija como consejera, buscaba un lugar amplio para continuar con su vida. La mujer llegó a las tres en punto, con su hija. Se saludaron, Mabel fue tan educada y simpática como siempre, tanto, que nadie noto que en realidad no tenía ganas de estar ahí, saludándose con ellas. Entraron al edificio, y después al ascensor. Hasta el momento las clientas no mostraban cara de nada, ni de desagrado, ni de sorpresa, alegría, nada. Entonces Marbel empezó el arduo trabajo de vender el ascensor, aunque era lo más fácil de vender. Capacidad máxima de cinco personas. Ajá, ajá. Con espejo, y parada automática, si se corta la luz tiene un dispositivo que facilita el uso manual, y usted puede bajarse en el piso que quiera, sin quedar encerrada. Bah. Ante las caras inexpresivas de la vieja y su hija, Mabel se quedó callada, y no dijo más nada hasta llegar al décimo piso, donde estaba el departamento. Lo mostró. Dijo las mismas estupideces que decía siempre como “tiene lindos apliques” y cosas así. Mintió, como siempre. Las ricachonas mantuvieron su posición de cara de nada. La vieja acotaba cosas de vez en cuando y preguntaba estupideces, más estúpidas que los comentarios de Mabel. La chica no hablaba, sólo sonreía, con una sonrisa de gordita simpática, a pesar de que no era gordita. Tardaron como media hora en verlo todo. Al final Mabel ya no sabía que inventar, entonces no hablo más. Y eso era raro en Mabel, porque hablaba hasta cuando tenía sexo, incluso sus amantes sabían que si hablaba, era porque le gustaba, y sino, no. A veces ella pensaba que sólo la pasaba bien cuando hablaba, porque era el hecho de hablar lo que influía y no al revés como los hombres pensaban, ellos pensaban que la pasaba tan bien que por eso hablaba, pero no era así, porque hablaba para pasarla bien. Y ella siempre tuvo miedo de ese placer, porque creía que a los hombres no les gustaba, les daba bronca, creía que esa obsesión era una especie de maldición, y que algún día un hombre se iba a vengar, no uno que hubiera tenido una relación con ella, sino cualquier hombre, le iba a hacer algo terrible, algo que la marcara e hiciera que ella no pudiera tener esa satisfacción nunca más.A veces Mabel se comparaba con una guitarra, y pensaba en que el día en que ese enviado misterioso (que se iba a vengar de ella en nombre de todos los hombres con los que alguna vez había hablado en la cama) apareciera y cumpliera su misión, algo en ella se iba a cortar, se iba a cortar una cuerda vocal de su garganta, se iba a cortar una cuerda de la guitarra. Bueno, Mabel era muy supersticiosa y creía mucho en las maldiciones. Pero entonces no, no hablo más, desde ese momento, hasta hoy, nunca volvió a hablar.Justo cuando estaban saliendo del lugar, apareció el dueño. Era hombre, para sorpresa de Mabel. Tenía unos veintiséis años, y era un clon de Ben Affleck. Si yo tuviera veinte años menos o él veinte años más, pensó Mabel. Entró al departamento como desesperado, sin saludar. Mabel entró corriendo atrás de el para ver que le pasaba. Tenía olor a wisky y a cigarrillo y una camisa cara, toda desprolija, con algunos botones mal prendidos y otros rotos. Se fue al cuartito donde estaban el diván y los libros, Mabel lo persiguió, agarró algo, ella no alcanzó a ver qué. Después agarró un copiño que había tirado en la barra del salón de baile, lo llevó a la cocina y lo tiró adentro del calefón, que hizo una pequeña explosión. No lo voy a necesitar más, dijo el dueño. No a Mabel, ni a nadie, lo dijo en el aire, hablando sólo, como enajenado, porque a ella ni la miraba, cómo si no estuviera ahí. Entonces fue a la puerta, que estaba abierta, porque la vieja y la simpática todavía estaban ahí paradas presenciando todo, Mabel corrió atrás de él, pero siguió sin decir ni una palabra. El dueño la miró a la simpática, que seguía con la sonrisita irritante pintada en la cara, y le dijo “¿sos feliz?”. Mabel no entendía nada, ni porqué había quemado un corpiño en un calefón en lugar de hacerlo en la estufa, con leños y todo que tenía, ni de quién era el corpiño, ni porque le hablaba de esa forma a la simpática. Por un momento quiso pensar que a lo mejor se conocían, a lo mejor el corpiño era de ella, a lo mejor lo había engañado y ahora venia y se le reía en la cara y encima con esa, esa risa, entonces por eso el dueño le hacia esa pregunta con ese tono tan amenazador, porque se quería vengar, por que la odiaba, porque ella de verdad era una yegua. Pero todo lo pensó en un segundo, y después volvió, aunque sin hablar, a la situación y vio que la simpática, sin saber que hacer, incómoda, soltó una risita tímida y dijo “Sí”.Lo próximo fue un pum, que le traspasó el cráneo a la piba y embadurno de sangre a la vieja, a la veintitrés que el dueño tenía escondida (pero después dejó de esconder) y a los zapatos nuevos de Mabel. Entonces Mabel supo que fue ahí cuando una cuerda de la guitarra se cortó. Y después otro pum, que fue el sonido de la justicia ciega, de lo inimputable, de lo que transformaba al asesinato de la simpática en un “caso sin condena posible”, el sonido que hacen las hojas de los arboles, cuando llega el otoño y deciden terminar con sus vidas, de la muerte. Del suicidio del dueño. Del final de los orgasmos para Mabel, porque nunca más pronunció una palabra.

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